Desde niños nos enseñan que el lenguaje, como todo en la vida de un ente social, se fundamenta en ciertas normas. No me refiero a aquellas que nos enseñan en nuestros primeros años de escuela (sintaxis, gramática, ortografía, acentuación, entre otros). Esta vez me refiero a las reglas que nuestro propio contexto nos impone.
Igual que las groserías estaban prohibidas cuando éramos niños, en la edad adulta existen otras palabras -que no precisamente son altisonantes- que nos causan más escoor que un sicero y con mala fe: “¡Chinga a tu madre!”.
Conversando con un compañero de trabajo, menor que yo pero lo suficientemente mayor para haber terminado una licenciatura, le conté sobre la fiesta del fin de semana que como siempre, tuve a bien dividir en dos: la primera es la que subes al Instagram sin problema alguno, la segunda… pues si has bebido lo suficiente, sólo recuerdas breves pero placenteros flashazos.
Entonces, sin decir ‘agua va’, el compañero me contesta: -Bien por ti, considero que la promiscuidad es la manera moderna de amar…
Cuando intentaba espetar alguna teoría sociológica para fundamentar su dicho, me volteó a ver, mi cara lo dijo todo, el tamaño de mis ojos y de mi boca abierta a todo lo que daba por la sorpresa de lo que acababa de oír. -¡Desgraciado!- le dije, -¿acabas de decirme promiscua sólo porque ejerzo mi libertad sexual?
Asustado balbuceó que no era su intención ofenderme de ningún modo, pues él y sus amigas se sienten cómodos con que se les califique de promiscuos.
Cuando me explicó esto pensé, ‘¡claro!, el problema es generacional’. Y es que, nos guste o no, para nosotros entes recién llegados al tercer piso y hasta los que ya disfrutan de la vista del cuarto piso, por muy liberales que somos, por muy bien adaptados que nos sintamos en nuestros círculos sociales, olvidamos que somos dignos representantes de la década noventera, mejor conocida como la Generación X.
Nosotros vimos nacer al mirrey, los que disfrutaban de sus 40 y tantos mientras apenas teníamos 13 o 14 años, fueron los sobrevivientes del SIDA, soñaban con Manuel Mijares o con David Bowie y fueron educados por la generación hippie que se reveló contra los cánones de la década de los 50. Sin darnos cuenta, somos apenas el eructo del Rock, la bendita revolución sexual, la quema de los sostenes, Stonewall. Y a pesar de ello, llevamos con nosotros un lastre: los tabúes conservados por esas generaciones que nos cuidaron, y a nuestros padres; a sus padres y a los padres de sus padres.
Así que me di cuenta de que las amigas de mi compañero y él mismo, a pesar de ser un tipo serio cuya carcajada es apenas una mueca, sienten la comodidad de ser llamados promiscuos porque para ellos, esa palabra no tiene connotaciones negativas. Desde que yo estaba en secundaria me sonrojaba con la idea de que en algún momento de la vida traería condones en mi bolsa, pensaba: ‘tantas ganas tienen de coger, que gasten ellos’.
Hasta que empecé a disfrutar mi vida sexual me di cuenta de que es un acto de dos, donde ambos son responsables tanto de su placer como de su salud. Hoy estoy orgullosa de cargar condones en la bolsa, de probar los labios de alguien diferente cada fin de semana (o entre semana si es posible), de gritar a los cuatro vientos que no pertenezco a nadie más que a mí misma y que no cargaré con los celos de nadie más, no me aflige decir que no soy celosa por miedo a que piensen que no me interesa tener una relación.
Después de toda esta reflexión mental que culminara en mi propio pronunciamiento de libretad y que dio origen a la presente colaboración puedo decir que: soy promiscua porque hago lo que quiero, con quien quiero y cuando quiero y no temo decir que soy responsable de mi salud y de mi placer.